JUEVES -Versionando canciones-




Como cada día que pasaba, me encontraba yendo hacia el trabajo, con la cara apoyada sobre la barra vertical que nacía del asiento del vagón. Mientras mi mente divagaba, estación tras estación, jugando con las diferentes vidas.  

Se me antojó imaginar que aquel que había entrado a trompicones en el vagón, tenía que llegar con suma urgencia a su destino, le esperaba la gran oportunidad de su vida. O a aquella otra que no hacia más que contemplar su reflejo en el cristal, resoplando cada dos por tres, tamborileando los dedos sobre su pierna,  atusándose los cabellos para causar buena impresión. 

Y no sabían nada. 

Me gustaba imaginar sus vidas, haciéndolas interesantes, aunque quizás no fueran aburridas. Sonreí para mí y me tropecé con su mirada. Unos ojos castaños, se clavaron en lo más profundo de mi corazón. Enseguida me eclipsó y no podía apartar la mirada de él, pero no me atreví a hacer nada. 

Era moreno, de pelo corto y barba de tres días. Delgado, pero fibroso. Me devolvía la sonrisa y noté cómo se me ruborizaban las mejillas. Quise apartar la vista, me giré hacia la ventana.
Y así cada día. 

Me di cuenta que cada día cogía el mismo vagón que yo, coincidíamos en la hora. Parecían citas planeadas. Llegué a aficionarme, casi le esperaba cuando subía al vagón, buscaba un sitio donde colocarme y, después, le buscaba.

Cada día me pedía a mí misma romper el hielo, contaba hasta tres, a veces hasta cinco, para levantarme y dirigirme a él. Sin embargo, siempre reculaba y me reñía por no hacer ningún movimiento para levantarme del asiento.

Sólo nos veíamos por las mañanas, a mi vuelta a casa, tras el trabajo, le echaba de menos. Pero me resignaba, ya que sabía que aquella historia se quedaría en los vagones de la renfe.

Y llegó el día. Si hubiera podido predecir lo que iba a pasar, no sé qué hubiera hecho.

La verdad es que el día anterior resultó una mañana extraña, quizás un día extraño. Debí intuirlo cuando comprobé que ese día el no acudió a nuestra fugaz cita. Luego en el trabajo fue caótico y muy estresante. Se me hizo larguísima la jornada y, para cuando llegué a casa, caí rendida en los brazos de Morfeo.

Eran las 7.15 de la mañana del jueves once de marzo de 2004, cuando le vi subirse a nuestro vagón. Rápidamente me senté erguida, me coloqué el cabello y me pellizqué las mejillas. Procuré sonreír, a modo de saludo y no dejé de mirarle, esta vez no iba a bajar la cabeza.

Él se sentó, se colocó la cartera encima de las piernas y miró a través de la ventana. No pude evitar preguntarme si me habría visto ¿y si me movía para llamar su atención? Dudé, pero permanecí tal cuál estaba, simplemente seguí mirando. Pasaron unos minutos que parecieron horas, antes que él dirigiera su mirada hacia mí. Entonces fue cuando me saludó con una mano y me sonrió después. 

Me quedé obnubilada. Las piernas empezaron a temblar y no sabía donde meterme. Quise agachar la cabeza, pero una voz interior me instaba que no lo hiciera.

Nos levantamos a la vez, tras mirarnos y asentir, intercambiando miradas silenciosas. Avanzamos hasta distar a pocos centímetros el uno del otro. No hablamos, sólo nos mirábamos y con la mirada nos lo decíamos todo. Me atreví a acariciar su mejilla. Los nervios crecían en mi estómago, pero decidí lanzarme e ir a por todas, ya que él me daba señales de que lo hiciera. Noté como él me agarró de la cintura, para pegarme más a su cuerpo. 
En aquel momento, los vaivenes del tren apenas se notaban, al menos yo me encontraba tan perdida en su mirada que ni los percibía.
Vi como sus labios se acercaban a los míos. Y el ansia me podía, quería que me besara ya ¿por qué tenía que tardar tanto?

Una explosión inundó mis oídos. Nuestro vagón se detuvo de golpe, llenándose de humo y todo se oscureció...

Cuando abrí los ojos, algo que me costó, porque me dolía todo y sentía ardor en mi piel. Él estaba debajo de mí. Un recuerdo fugaz llegó a mi mente: cuando se oyó la explosión, me lancé sobre él para protegerlo. 

Noté un dolor profundo en el corazón, le costaba seguir adelante, al igual que a mis pulmones apenas les llegaba el aire. Mi tiempo se acababa y las lágrimas se precipitaron sobre mis ojos ¡Ni siquiera lo había besado! 

Nuestra historia no podía acabar así, sin darnos nuestro primer beso. Arrastrándome por su cuerpo, me coloqué frente a sus labios. Él estaba inconsciente, pero eso no me echaría para atrás, pues mi vida se apagaba. Posé mis labios sobre los suyos, pasé mi aliento a través de su boca. Noté la suavidad de su piel. Y el dolor cesó. El ardor se apagó y pude sonreír.

Mientras las ambulancias llegaban, los policías corrían para acordonar la zona y los heridos que podían, salían despavoridos.

Morí en sus brazos. Le di mi último aliento. Un aliento que le provocó que él despertará y llorara por mí, por nosotros. Si hubiera sabido que aquella mañana, a las 7.37 iba a morir, no habría cogido ese tren.

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